Mi amigo Roberto Pizarro recibe una invitación de Santiago
para ir a hablar sobre su producción escultórica ante jóvenes estudiantes. Se
le sugiere que aborde el tema de la identidad. Roberto, cómo no, se toma muy en
serio dicha propuesta y, rascándose la barba con sus machacados dedos, me pide
si podemos reflexionar juntos en torno a este asunto. Le interesa aclarar
aspectos respecto a las señas que lo vinculan con lo local, con el territorio.
Roberto lleva casi diez años viviendo en la provincia sanantonina -primero en
El Quisco, ahora en Isla Negra- y desde un principio buscó el vínculo franco
con lo nativo, los pescadores, los oriundos. Empaparse con el hálito de lo
local, permearse a su influjo. Además, empleó mayoritariamente para sus obras
el ciprés, madera que abunda en la zona.
Traspasado el umbral del mausoleo del "litoral de los poetas", el
ejercicio de búsqueda de referentes culturales locales se pone cuesta arriba.
Más allá del brillo y el peso de esos grandes elefantes de nuestra lírica que
vinieron a recalar en estas costas, las voces actuales que den nuevas y certeras
señas de este territorio cuesta distinguirlas. Se me dirá que los creadores,
los poetas, muchos de ellos, por natural inclinación, prefieren los silencios,
las sombras, ese manto del anonimato que propicia la eclosión del diálogo
creativo... Pienso en Mellado, otro hijo putativo de la provincia, y su
obstinada vocación por levantar un discurso desde la territorialidad
sanantonina, sus sucesivos alejamientos, sus repetidos exilios. Pareciera que
las brumas costinas, nuestras camanchacas, ayudaran a acentuar ese rasgo
veladamente esquizoide de nuestra provincia. El puerto, que casi a su pesar
lidera los esfuerzos de identidad de toda la provincia, emerge, se visualiza
-también casi por accidente- como el "principal puerto de Chile".
Pero, ¿cómo pesa este puerto, este enclave importante, a nivel cultural?
Mención obligada: es el territorio del Tío Roberto y la Negra Ester. San
Antonio, levemente echado al sur de la capital, cercano a Melipilla y rodeado
de extensiones agrícolas, en contrapunto con Valparaíso, presupone la conexión
campesina, vernácula, popular, con los encantos y excesos de la vida de puerto.
Por algo llegó aquí y a ninguna otra parte el Tío Roberto. La figura de Ramón
Aguilera, rey de la canción cebolla, emerge, en este mismo sentido, como el hijo
más lógico y esencialmente local de esta tierra.
No hace mucho, pero finalmente, San Antonio tiene un centro cultural, que viene
un poco sobre la hora a corregir el brutal desfase entre institucionalidad
cultural local y su condición de gran centro urbano. Los actores locales -que
quizá sean pocos pero sí que los hay- reclaman que al momento de las
planificaciones iniciales nadie se les acercó para pedirles su opinión (a mi,
al menos, tampoco me la pidieron). Algo perdido, algo a trasmano, emerge hoy como
un gran hongo blanquecino y ofrece una nutrida cartelera de espectáculos,
gracias a la inyección de recursos provenientes del mega-puerto.
Algo sacamos en limpio conversando con Roberto. Respecto a su propia obra. En
términos más amplios, las señas de nuestra identidad local se desdibujan.
Existió Neruda, existió Huidobro, existe (todavía) Parra, pero la verdadera
identidad de una tribu se delinea más allá de un puñado de grandes hitos, un
poco sobrepuestos, por lo demás. Se configura en base a una multitud de voces,
un cuerpo de trabajo, una relativa coincidencia de gestos, de esfuerzos, de
impulsos. No se trata tampoco de intentar aplicar criterios estandarizadores.
Sería ridículo, o al menos muy poco interesante, comprobar que la zona de
Curitiba y sus alrededores, por ejemplo, se distinguiera a nivel de Brasil por
el sometimiento a cierto canon, digamos, estético determinado. O la de Entre
Ríos o de Futaleufú o la de donde sea. Por estos lados simplemente no existe
ese mínimo tramado, esa mínima nervadura que de sustento a un perfil
identitario de relativo espesor. Sólo existen esfuerzos puntuales, y claramente
desmembrados, como el de Roberto, que lleva hasta su parcela grandes cuerpos de
cipreses tumbados por el azote del invierno y, entre el barro y las virutas,
les arranca la forma de un monumental cetáceo o de una mascarona con rasgos
yaganes. Sus referentes, sus pares, sus verdaderos interlocutores están en
cualquier lado, menos por estos paños.
Pablo Salinas.